7 de septiembre de 2012

Fragilidad en una botella

Es curioso, me digo siempre, el hecho de ver como ciertas cosas que te han acompañado a lo largo de todo un camino de estrecheces, recovecos, parajes oscuros y cielos soleados puede llegar a adquirir ese valor que ni los diamantes ni el oro ni la gasolina en tiempos de crisis pueden alcanzar. Y luego de repente, ese algo hace que el corazón deje de latir durante una milésima de segundo, que la respiración se entrecorte y un sudor frío sea el que se encargue de bañar tu espalda. Es una sensación como la que tienes cuando guardas un tesoro muy preciado en papel de burbujas para que no se rompa, y entonces llega alguien, lo desenvuelve y mira al suelo son una sonrisa satisfactoria que sabes bien lo que significa; claro que al fin y al cabo la culpa no es sólo ajena, llegan entonces los autorreproches: ojalá lo hubiera escondido mejor, debería haberlo envuelto más, no debería haber dejado entrar a esa persona... Ves como el mundo, tu mundo se acerca peligrosamente al suelo y te lanzas a rescatarlo. No soportarías ver como se jode, sí, no se rompe ni se estropea, sencillamente se jode; y sólo de pensarlo romperías a llorar hasta crear un océano de lágrimas. Por suerte para mi, la habitación está acolchada para evitar que los autolesivos nos hagamos daño. Y así me siento una semana después de que casi se rompa mi cerveza clara de importación de 21 años.
10 años juntas, un segundo más, y no podría volver a saborearla.



Note to self: not to let anyone in.

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