Recuerdo ver cómo se acercaba el momento, impotente, ni siquiera podía cerrar los ojos, estaba fascinada, aterrada, congelada. La música cesa. Tras el impacto silencio de ese que pesa, que duele. Luego humo, fuego, ese olor a gasolina que detesto. Me oigo gritar a lo lejos, ni siquiera soy dueña de mis acciones. Sólo sé una cosa, sólo puedo pensar en una cosa, tengo que sacarlos de allí, rápido. Respiro hondo, empiezan a volver los sonidos, el motor, el tráfico matutino. Segundo impulso, quitar el contacto, evitar que vaya a más. Shock, bloqueo, gritos, llamadas, policías. Y un único pensamiento: ¿por qué no está aquí? ¿por qué no es él quien viene a buscarme? ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué a nosotros? ¿por qué hoy? ¿por qué a ella? El día avanza pero parece que el reloj no quiera correr. Todo ocurrió tan deprisa y ahora va tan despacio. Volver a casa, hacerse un ovillo en la cama y llorar es la única meta. Y que ella esté bien. Dios, daría todo lo que tengo y todo lo que soy por ser yo quien está en esa camilla. Soy presa de las lágrimas, del miedo, del terror, de la culpa. No puedo respirar, soy todo sombras y malas caras hasta que ella llega a casa. Vuelvo a ser yo. Y empiezan las bromas sobre lo ocurrido. Por fin ese asqueroso olor ha salido de mi mente. Ahora recuerdo el abrazo, los abrazos.
Pero la culpa sigue ahí, y asumirla es el único modo.
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